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La teoría de la democracia deliberativa de Habermas
20 años después
Entre la ira y la apatía ciudadana
Julio De Zan
CONICET Argentina
  1. El esquema de análisis

20 años después de la publicación de Facticidad y Validez, me parece oportuno revisar la concepción de la legitimación democrática de Habermas en confrontación con la propuesta de su antiguo asistente en Frankfurt, Axel Honneth en su libro: El derecho de la libertad. Esbozo de una eticidad democrática, que acaba de aparecer traducido en Bs. As. 2014.

En su análisis de la realidad social y política reemplazó Habermas la dicotomía moderna de: Estado-sociedad civil, que el liberalismo comparte con Hegel (aunque sus valoraciones de estos términos, y la manera de concebir sus relaciones sean profundamente diferentes). Marx hizo de esta categoría hegeliana de la sociedad civil burguesa (bürgerlische Gesellschaft) una de sus categorías centrales de análisis[1]. Pero, como observa Habermas, la interpretó reductivamente en el sentido de la economía capitalista organizada a través de los mercados de trabajo, de capital y de bienes[2]. Para el marxismo-leninismo la sociedad civil formaba la infraestructura de un único sistema económico-social y jurídico-político. Por eso, cuando Antonio Gramsci quiso repensar el papel activo de los sujetos sociales en la política y en la historia y la incidencia significativa del pensamiento, de la cultura y de los intelectuales para construir su concepto de hegemonía, tuvo que volver a la fuente hegeliana del concepto de la sociedad civil, en la cual jugaba un papel fundamental el momento ético de la integración social y el mundo de la cultura, etc.[3]. Este concepto hegeliano, en su relectura gramsciana, es el que está en el trasfondo de la rehabilitación de la categoría de la sociedad civil en Habermas y otros autores que han juzgado equivocado y muy empobrecedor el concepto de los espacios de la sociedad como a-políticos, o como la esfera de lo meramente privado, y no consideran aceptable su identificación con el mercado.
Dada además la expansión multinacional de las empresas industriales y la globalización de los mercados en la época actual se considera que la economía se ha independizado y no puede ya ser regulada por los Estado nacionales, sino que se rige por su propia ley y tiene de rehén a la sociedad civil. Por eso introduce Habermas un nuevo esquema de análisis tricotómico, compuesto de dos términos de funcionamiento sistémico: (1) el sistema político jurídico del Estado y (2) el sistema económico financiero del Mercado; mientras que el tercer término, (3) el mundo de la vida social y cultural de la sociedad civil, forma el entorno en el cual funcionan los dos sistemas mencionados, pero permanece exterior a ellos, a su racionalidad sistémica, o estratégica, y no se rige en principio por las lógicas del poder y el dinero. Aunque puede ser colonizado por esas lógicas, no puede estructurarse como sistema, ni admite en su conjunto una institucionalidad formal, que sería como un estado dentro del Estado[4]. El análisis de las modernas sociedades complejas tiene que trabajar según Habermas con categorías tomadas de dos tipos de teorías diferentes: la teoría de la acción social y la teoría de sistemas.
La sociedad civil es el espacio de la formación de los nuevos sujetos de lo político que vienen a llenar el lugar vacío de la referencia de las categorías políticas de la modernidad. En lugar de la representación de un sujeto colectivo homogéneo en gran formato que encubre las diferencias y las contradicciones, se presta especial atención a otro tipo de categorías más abiertas, dinámicas, múltiples y fluidas, que se despliegan en la sociedad civil, o mejor dicho, que despliegan los espacios públicos (en plural) constitutivos del mundo de la vida social y de la acción política ciudadana. Lo público no es sinónimo de lo estatal, y la dinámica de lo político no está concentrada en el Estado. El concepto de la sociedad civil en la teoría política y en el mundo actual representa un conjunto complejo de múltiples comunidades y asociaciones diversas, que quieren permanecer diferentes y autónomas, es decir, que son exteriores al sistema jurídico-político del Estado y al sistema económico del Mercado, y no se rigen por ninguna otra lógica sistémica, sino por sus propios valores, intereses y necesidades, o por su ethos particular. Los agrupamientos plurales de la sociedad civil no tienen como fin ni el acceso al poder administrativo del Estado ni la acumulación de capital, sino el ejercicio del poder comunicativo que les es propio. Este tercer dominio intermedio, o central, en el que se interconectan lo privado y lo público, está formado por el entramado de los espacios de la vida privada de los individuos, de las familias, y otros agrupamientos, con los espacios públicos de las iniciativas y los movimientos sociales, las ONG y las diversas comunidades culturales, académicas, ético-religiosas, voluntariados y otras asociaciones sin fines de lucro, etc., que se forman para la promoción o la defensa de determinados intereses, derechos, proyectos o valores.
En cuanto al sistema jurídico-político y al sistema económico-financiero, o el Estado y el Mercado, son considerados en mi lectura de Habermas como totalidades complejas de funcionamiento sistémico, conforme a una racionalidad funcional que no puede comprenderse en términos de teoría de la acción, y en cuyos ámbitos parece inapropiado hablar de “sujetos sociales”, y de subjetividad en general. Si bien se trata de dos sistemas diferentes, cada uno de los cuales se mueve con su propia lógica, no son totalidades cerradas, sino interconectadas, que se influyen recíprocamente de diferentes maneras.
En su libro Das Recht der Freiheit (Suhrkamp, Frankfurt 2011)[5] presenta Honneth una sistematización diferente, que se propone actualizar el modelo de la Filosofía del Derecho de Hegel, tanto en su procedimiento de análisis como en los pasos que sigue en el proceso de su reconstrucción sistemática (9-10). La última parte del libro sobre “Las instituciones de la libertad” tiene tres capítulos que se corresponden con las divisiones de la “Eticidad” en la Filosofía del derecho de Hegel. El primero que en Hegel estaba dedicado a “La familia” se titula ahora en Honneth: “El nosotros de las relaciones personales”. El segundo, que era el lugar de la sociedad civil hegeliana, se denomina: “El nosotros de la acción de la economía de mercado”, con lo cual retrocede el autor al reduccionismo marxista de lo social. Ya para Hegel además la economía moderna tenía un funcionamiento sistémico y no es adecuado por lo tanto hablar de un “nosotros” como sujeto de la dinámica del mercado.
Al llegar al final de su libro reconoce Honneth que ya no puede seguir a Hegel para un tratamiento actualizado de la institucionalidad política del Estado porque no encuentra en la Filosofía del Derecho, como es lógico, las mediaciones de la formación democrática de la voluntad general a partir de las relaciones horizontales entre los ciudadanos. El espacio intermedio entre las libertades individuales y la construcción del poder democrático en el estado de derecho es según la teoría de la democracia deliberativa el lugar decisivo del discurso político de los ciudadanos en la sociedad civil. Honneth sigue a Habermas en la reconstrucción de los principios del estado de derecho, pero deja de lado la comprensión de los espacios públicos de la sociedad civil que era fundamental en su maestro. Esta decisión resulta sorprendente además en un planteamiento que se propone actualizar los puntos de vista de Hegel.

  1. Los relatos de la hermenéutica de la sociedad civil

Axel Honneth (Op. cit. 374 ss) pone de relieve la coincidencia sustancial de los análisis de lo público hechos en los años cincuenta por Hannah Arendt[6] y por Jürgen Habermas[7]. Pero observa que hacia fines de siglo la idea de lo público de H. Arendt, inspirada en el modelo de la antigua polis, tuvo mayor impacto en la cultura política que la de Habermas “fundida finalmente con el concepto más bien difuso de sociedad civil” (2014 392-93). Consecuentemente con esta valoración adopta Honneth la terminología Arendtiana de “la vida pública”. Quiero discutir ahora el relato de este autor sobre la teoría política de la sociedad civil y su papel en las últimas décadas.
La fe excesiva en la vitalidad y la fuerza innovadora de las asociaciones civiles voluntarias y los foros ciudadanos más o menos organizados… llevó a que en el curso de los años 90, a la luz de algunos diagnósticos desengañados, los inflamados debates acerca de la sociedad civil se apagaran tan rápidamente como se habían encendido en la década anterior… Los cambios revolucionarios en Europa Central y Oriental (la caída del muro de Berlín y el derrumbe de los Estados del socialismo real) producidos a partir de la resistencia de los movimientos de los derechos civiles que operaban pacíficamente llevó al establecimiento de las condiciones formales y de los mecanismos de las democracias representativas. Pero en el nuevo contexto aquellas asociaciones y movimientos que antes habían formado opinión e influyeron en la caída del régimen anterior perdieron velozmente su papel central” (392-93).
Al debilitamiento de los movimientos ciudadanos del Este europeo en el contexto del reacomodamiento de estas sociedades al funcionamiento de la economía capitalista, se suma por otro lado la creciente privatización de los ciudadanos en las democracias liberales del mundo occidental, con la retracción del compromiso público de los individuos y el debilitamiento de las asociaciones voluntarias de acción social. Honneth (2014 394) concluye así su relato de esta historia: “La fuerza sugestiva de estas dos fotografías [del Este y del Occidente europeo] era suficiente, para acabar en poco tiempo con todas las esperanzas surgidas en la década de 1980 respecto de la existencia de una sociedad civil con capacidad de resistencia y permanente vitalidad”.
            Hay alguna literatura sobre la sociedad civil bajo la impresión de la caída del muro de Berlín (1989), que aparece hoy por cierto como ilusoria. Pero los estudios más medulosos, significativos y realistas de la teoría política sobre el tema no son de los años 80, sino de la década del 90, como el trabajo de Habermas “Sobre el papel de la sociedad civil y de la opinión pública política” (Facticidad y valides 1992/94 cap. VIII), y la gran obra sistemática de Cohen y Arato, que es del mismo año[8]. En estos textos puede leerse ya la crítica de las representaciones de la sociedad civil como una cosa sólida, unificada y capaz de enfrentar, o reemplazar a las instituciones del Estado moderno. La caída del muro y de los Estados del socialismo real fue un acontecimiento excepcional, una revolución irrepetible como tal. Pero como escribe Kant sobre la Revolución Francesa, “su significado permanecerá siempre en la memoria de los pueblos”. Así permanecerá también el poder real de los movimientos civiles que se ha revelado a fines del siglo XX en sus luchas por la libertad[9].
La historia latinoamericana de la sociedad civil en las últimas décadas tiene algún paralelismo con el relato de la historia europea pero es diferente. El fin de las dictaduras militares en los años 80 fue también, como la caída del muro y de los Estados del socialismo real, resultado de los movimientos sociales, de la lucha de las organizaciones civiles por los derechos y del poder destituyente de la opinión pública. De manera también semejante, poco después, la estabilización de las instituciones de la democracia representativa o delegativa y los avances económicos del neoliberalismo de los 90 desactivaron en parte los movimientos y las organizaciones sociales. Pero en Argentina la frustración de las ilusiones de la democracia recuperada, la falta de respuesta del Estado a las demandas sociales y la corrupción de la administración estatal produjeron un progresivo desencanto con la política y “el retorno de la sociedad civil” que se potenció con la recepción de los nuevos puntos de vista políticos sobre la significación de este espacio. La gran crisis del 2001 provocó en nuestro país un levantamiento general de la sociedad civil y una cierta convergencia de los piqueteros con las caceroleras de la clase media que, al grito: “que se vaya todos!” pusieron en fuga al gobierno impotente de Fernando De la Rua. Los gobiernos posteriores encubrieron su temor con el lema de no criminalizar la protesta social. No reprimieron los movimientos de fuerza, cortes de calles o de rutas y tomas de predios o edificios, etc. negociando con diferentes ofertas los reclamos planteados en cada caso; cooptaron luego algunas de estas organizaciones mediante planes sistemáticos de ayuda social, mientras dejaban que otras iniciativas se fueran desgastando con el tiempo. De esta manera se logró reconstruir el poder estatal y recuperar la normalidad de la vida social. En los comienzos del siglo XXI el Estado y la clase política volvieron a ocupar el centro de la escena y las movilizaciones sociales, algunas muy potentes, fueron más esporádicas.
Las políticas progresistas y la bonanza de la economía contribuyeron al éxito de un discurso de autoelogio de los gobiernos y del Estado como agentes que por naturaleza encarnan el interés común, mientras que la sociedad civil era desacreditada como el lugar de las corporaciones y de los intereses privados de los enemigos del pueblo. Finalmente, en el curso de esta segunda década del siglo XXI aquel discurso ha perdido credibilidad y el rebrote de la ideología estatista parece agotado y en crisis. Ahora ingresamos en un nuevo período de normalidad, sin claras hegemonías políticas, en el que los partidos tendrán que negociar entre ellos y con la sociedad civil para obtener gobernabilidad.
En el contexto de la normalidad del estado derecho de la democracia representativa la apatía ciudadana parece la posición natural porque la clase política monopoliza el espacio público y el ciudadano común queda reducido a la vida privada. Como observaba Habermas en los años 90, incluso en las democracias consolidadas las instituciones de la libertad aparecen debilitadas. Nuestro autor trabajaba con la sospecha de que el malestar en la democracia se explica porque el tipo de “legitimación legal racional”, en el lenguaje de M. Weber, obtiene una cuota de legitimidad cada vez más escasa y deficitaria. La maduración de la conciencia de autonomía de los ciudadanos como sujetos de la soberanía política ha disuelto la antigua solidez de los fundamentos de la autoridad en las democracias representativas que solamente puede apelar al respaldo formal del derecho positivo. El “Prefacio” de Facticidad y validez expresa la sospecha de que “bajo el signo de una política enteramente desacralizada, el estado de derecho ya no se sostiene ni puede mantenerse sin una base de democracia radical”, y agrega que: “hacer de esa sospecha una comprensión es el objetivo de toda su investigación en este libro” (13/61). Las sospechas del Habermas de los 90 se han hecho hoy palmaria realidad.
La teoría discursiva no comprende el poder político como algo dado y consolidado en la institucionalidad jurídica, sino como una fuerza ilocucionaria de potencia variable que fluye de la acción comunicativa articulada mediante los discursos políticos de los ciudadanos en espacios públicos autónomos. “La formación discursiva de la opinión y de la voluntad general no se construye originariamente en los parlamentos”. Se trasmiten a los órganos institucionales de la legislación y de la aplicación de las leyes a partir de los espacios públicos  de la sociedad movilizados cultural y políticamente. Esta idea del estado de derecho “sólo puede desarrollarse en un modelo intersubjetivo de pensamiento y de comunicación que se contrapone a las concepciones concretistas del pueblo como si fuera una entidad sustantiva” o un sujeto unitario. La representación popular no puede entenderse mediante un modelo jurídico, sino “en términos más bien estructurales” o sistémicos (Ibíd.). La soberanía no es algo sólido que pasa de mano en mano y se transfiere a los representantes del pueblo votados por la mayoría. Habermas habla incluso de una Soberanía comunicativa que se ha hecho líquida (kommunikativ verflüssigte Souveranität) y que surge en los espacios públicos del discurso político de la sociedad. La propia razón pública se ha procedimentalizado y desustantivado como racionalidad comunicativa.
Esta soberanía de la racionalidad comunicativa
no reconoce ningún consenso como libre de coacción y generador por lo tanto de una fuerza [ilocucionaria] legitimadora, si no se ha puesto en juego bajo reservas falibilistas y no se apoya como fundamento en libertades comunicativas que juegan de modo anárquico, liberadas de todo tipo de restricciones. En el torbellino de esa libertad no queda ya ningún punto fijo inconmovible fuera del propio procedimiento democrático, un procedimiento cuyo sentido está [por cierto] establecido ya en el sistema de los derechos (228-229/254-255).

  1. El modelo político de Habermas
Parece que la normalidad del funcionamiento del estado de derecho sin interrupciones por un largo período de tiempo, como ocurre en algunos países, produce el oscurecimiento o el olvido de la gramática profunda del estado de derecho democrático, sin la cual no se comprende su legitimidad y no se sostiene su poder real. Esa gramática es el trasfondo anárquico de la democracia radical que aflora en el texto de Habermas y se mantiene todavía en Honneth cuando escribe que “el resultado de la construcción de la opinión y la voluntad públicas no representa algo que deba [o pueda] ser realizado de manera puramente lineal por las instancias estatales”  Habría que decir más bien que la voluntad general se construye de manera espontánea, por fuera de dichas instancias estatales, aunque deba luego ingresar en los cauces jurídicos y someterse a sus reglas procedimentales para su validación formal y legal. La democracia deliberativa reconstruye precisamente los presupuestos de la legitimidad democrática olvidados en las prácticas habituales naturalizadas de las democracias existentes.
Bajo el requisito de una vida pública que pueda funcionar bien en serio y que satisfaga sus propias exigencias normativas, se deben construir consensos que puedan ser siempre revisados… como programas de investigación permanentes (en el lenguaje de Durheim y de Dewy) o como discursos prácticos en el sentido de Habermas, cuyas indicaciones orientativas sean luego transformadas en decisiones vinculantes por los órganos legislativos políticamente competentes… Mientras las investigaciones y deliberaciones mencionadas no tengan lugar bajo los requisitos de una participación con igualdad de derechos, con información suficiente y con la mayor libertad posible para todos los implicados, toda decisión tomada en nombre del pueblo en los Estados modernos estará sometida a la enorme objeción de no contar con la suficiente legitimidad democrática –así lo creen tanto Durkheim y Dewy como Habermas. A partir de esta inversión de la relación lógica de justificación y dependencia, no es el Estado el que justifica o legitima y mucho menos el que crea la vida pública, sino que es esta la que crea y legitima al Estado” (407).
Según nuestra interpretación la inversión de la relaciones entre la vida pública en la sociedad civil y el Estado no es un acontecimiento que se produce ahora, en el nivel ontológico, sino en el nivel epistémico, como consecuencia del redescubrimiento del sentido de lo político y de la prioridad de este concepto con respecto a lo jurídico y lo estatal. “Desde Aristóteles el sentido de lo político se define con independencia de la constitución del Estado”[10]. Es bien conocido el enunciado de Carl Schmitt que dice: “El concepto del Estado presupone el concepto de lo político”[11] Esta idea fundamental, que ha clarificado de nuevo H. Arendt, se expresa en Habermas de otra manera: como la prioridad del poder comunicativo sobre el poder administrativo de Estado, y la relación fundante o constituyente del primero con respecto al segundo. El objetivo de toda la reconstrucción del derecho es:
“fundamentar, desde el punto de vista de la teoría del discurso, los principios a los que tiene que estar sujeta la organización y el funcionamiento del poder público articulada en términos de estado de derecho, en el cual el poder político y el derecho se constituyen recíprocamente… de ahí que el derecho no sólo sea elemento constitutivo del ‘código’ ‘poder’ que gobierna los procesos administrativos, sino que constituye a la vez el medio para la transformación del poder comunicativo en administrativo” (Habermas 1992 237).
             “En las discusiones de los siglos XIX y XX acerca del estado de derecho se le confirieron diversas interpretaciones al principio [de la legitimación democrática] mediante el recurso a la voluntad pública” (Honneth 2014, 406). Las concepciones políticas estándar sobre esta cuestión clave de toda la filosofía política moderna después de la Revolución francesa, pueden agruparse (con sus diversos matices) en dos tipos: algunas de ellas se orientan en la línea del republicanismo, o de la democracia plesbiscitaria marcada por Rousseau, y otras en la línea de la doctrina del liberalismo clásico sobre la función representativa de los cuerpos legislativos.
“En la tradición que nos orienta aquí –escribe Honneth (loc. cit) lo que se pone en práctica en las decisiones democráticas de los órganos estatales previstos para ello es el resultado de la acción comunicativa de ciudadanos libres en la sociedad. Desde Durkheim y Dewey hasta Habermas la relación del Estado con la vida pública fue concebida según otro modelo que no es ni plesbiscitario ni representativo”.
En otros términos: están por un lado el presidencialismo y los liderazgos carismáticos, y por otro el modelo del parlamentarismo, o de la partidocracia liberal. El primero ha sido considerado más exitoso en AL, pero la concentración del poder deriva hacia el autoritarismo antidemocrático. Desde otro punto de vista puede decirse que estos dos modelos fundamentalmente coinciden porque en ambos la soberanía popular ha quedado absorbida o alienada en el Estado. En el primer caso el poder está concentrado en la cabeza del ejecutivo y en el otro ha emigrado a la corporación legislativa. Este modelo es el que ha consagrado la constitución argentina de 1853 cuando reza: “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”. Política deliberativa es democratización del poder, pero no debilitamiento sino mayor fortaleza que la del poder concentrado. La democracia deliberativa muestra que, independientemente de la letra de las constituciones la fuente del poder político real está fuera del Estado, y es anterior a la institucionalidad.
            Este tercer modelo comprende la vida pública política y la formación de la voluntad general como un proceso social dinámico que es exterior al sistema jurídico y no se trasmite de manera lineal a las instancias estatales ni se delega en los partidos o en la corporación de los representantes. La voluntad pública tampoco toma por sí misma las decisiones colectivas ni reemplaza a los poderes del Estado, como en una democracia directa, porque la resultante de la red de los discursos y negociaciones articulados en el proceso de la producción de la voluntad general tiene que institucionalizarse conforme al derecho.
            La democracia deliberativa no se corresponde con ningún Estado real existente, porque esta no es una teoría meramente empírico-descriptiva, sino la reconstrucción racional de los presupuestos normativos de la legitimación democrática del poder político[12] La formulación teórica de este concepto deliberativo de la democracia ha sido calificada de utópica o anarquista, y no sin algo de razón, como se ha visto. Pero sin embargo es a estas presuposiciones normativas a las que tiene que apelar implícita o explícitamente el control de constitucionalidad del Tribunal Supremo. Y si el poder político o el legislativo rechazaran públicamente esos presupuestos normativos porque consideran que limitan el poder político del gobierno o del Estado, estarían socavando con ello su propia legitimidad y producirían el efecto contrario al que buscaban.













Resumen

La formulación del tema de este Coloquio me parece bien expresiva de sentimientos políticos que según algunos analistas aparecen como predominantes hoy en América Latina y especialmente en Argentina. Pero entre la ira y la apatía no hay espacio para el diálogo, porque la ira es la puerta abierta para la violencia y la apatía no es compatible con el esfuerzo y los compromisos pragmáticos del uso público del lenguaje. Los estados de ánimo dominados por tales sentimientos parecen por lo tanto un obstáculos insalvables para la prácticas de la ética del discurso y de la teoría de la democracia deliberativa.
            La ira y la apatía no vienen a cuento aquí como problemas psicológicos sino como fenómenos sociales, cuyas expresiones en el espacio público tienen un significado político. Y este significado político se puede interpretar también como demanda de más democracia o más legítima. La democracia deliberativa reconstruye precisamente los presupuestos de la legitimidad democrática, olvidados en las prácticas de las democracias existentes.



[1] C. Marx/F. Engels, la Ideología Alemana, Coedición Pueblos Unidos, Montevideo y Ed. Grijalbo, Barcelona, 1970, p. 38.
[2] J. Habermas, Faktizität und Geltung. Suhrkamp, Frankfurt 1992/1994; Facticidad y validez, Ed. Trotta, Madrid, 1998. Se cita con los números de páginasde la edic. original y de la traducción, en ese orden.
[3] Cfr, N. Bobbio, “Gramsci y la concepción de la sociedad civil”, en Estudios de Historia de la Filosofía. De Hobbes a Gramsci, Madrid, Debate, 1985, p. 337 y ss.
[4] Cfr. especialmente: J. Habermas, Faktizitát und Geltung, Frankfurt, 1992 y 1994; Facticidad y validez, Madrid, 1998, Cap. VIII “Sobre el papel de la sociedad civil y la opinión pública”.
[5] Honneth, A El derecho de la libertad. Esbozo de una eticidad democrática, Bs As. Katz Editores, 2014.
[6] Arendt, H. The Humnan Condition, Chicago, University Press, 1958
[7] Habermas, J. Strkturwandel der Öffentlichkeit, H. Luchterhand , Darmstadt 1963.

[8] Jean L. Cohen y Andrew Arato, Civil Society and Political Theory, Cambridge, Massachusetts Institute of Technology, 1992; trad. castellana: Sociedad civil y Teoría política, México, Fondo de Cultura Económica, 2000. En la “Introducción” a nuestro libro: Los sujetos de la política en la Filosofía moderna y contemporánea (J. De Zan y F. Bahr, Edit de la Unsam, Bs. As. 2008, p  11-54) he tratado más ampliamente el tema de los nuevos sujetos de la política en la sociedad actual, y me he referido a una más amplia bibliografía internacional, especialmente Latinoamericana.
[9] Cfr. J. De Zan, La gramática profunda del ethos. Estudios sobre la ética de Kant, Ed. Las Cuarenta. Bs. As. 2013: “El juicio reflexivo sobre la Revolución”, p. 159-164.
[10] Cfr. J. De Zan, La vieja y la nueva política, UNSAM  Edita, Bs. As., 2013, p.75-86.
[11] Der Begriff des Staates setzt der Begriff des Politischen voraus, Carl Schmitt, Der Begriff des Politischen (1932), Berlin, Dunkel & Humboldt, 1979, Cap., 1 p. 20.
[12] De este aspecto metodológico me he ocupado extensamente en el colectivo sobre Internacionalización del derecho constitucional, Constitucionalización del derecho internacional, Eudeba Buenos Aires, 2012, ISBN 9878-950-23-2093-9, p.655-670. Cfr.  también: J. De Zan Op.cit. 2013, 245-262.

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